martes, 23 de diciembre de 2014

Entre Guisillos

Ilustración de Sir Quentin Blake
Mientras enredaba entre perolos esta mañana intentando aclararme si a los higaditos esta vez les iba a echar brandy u oporto y calculaba si aún quedaría algún tarro de mermelada caserita de fresa para acompañar aquel manjar, aparecían ante mi vista diminutas estrellitas de color rojo y blanco por la zona de la mepamsa que alternaban con otras de oro, incienso y mirra cerca del microondas, al tiempo que tres camellos con las alforjas llenas caminaban en fila india por la encimera impasibles y decididos a saltar por encima de unas zanahorias recién peladas para abrevar en el fregadero derecho, donde había dejado blanqueándose unos champiñones en agua de limón. Me recompuse dentro del delantal, con las dos manos me atusé el pelo y lo coloqué detrás de las orejas, cogí la varita que tenía colgada detrás de la puerta entre las pinzas de la ropa y la bolsa de pan duro -toqué, había para una buena sopa-  y elevándola hacia el azul del techo, conjuré: ¡¡ven aquí, Roald Dahl!!

Mother Christmas
(Un poema de Roald Dahl)

"Where art thou, Mother Christmas?
I only wish I knew
Why Father should get all the praise
And no one mentions you.

I'll bet you buy the presents
And wrap them large and small
While all the time that rotten swine
Pretends he's done it all.

So Hail To Mother Christmas
Who shoulders all the work!
And down with Father Christmas,
That unmitigated jerk!

Gracias, Roald Dahl. Se nos verá el plumero, pero tenemos un par de huevos.

Os deseo a todos una Feliz Navidad y esta entrada se la dedico, de forma especial, a mi amiga Mariola.

viernes, 12 de diciembre de 2014

ESO es poesía

Sostenía la hoja de papel en la mano de forma ostensible. Aquello era una novedad así que no dije nada.  Mientras leyera con tanto interés daría un respiro a los compañeros sentados delante y detrás de él, y a mí también, dicho sea de paso. Al cabo de un rato me había olvidado de aquel papel pero volvió a adquirir protagonismo justo en la guardia que tuve con ellos en la hora siguiente. Les di el trabajo que tenían que hacer y  saqué un taco de exámenes que había llevado para corregir. Acababa de empezar cuando Alejandro se acercó a mí. Alejandro es un chico inquieto, atento a lo que pasa a su alrededor y en el meollo de los asuntos cuando los hay y, ese día, lo había.  Es resultón, tiene unos espabilados ojos verdes que miran la vida con curiosidad y una raya haciendo eses le divide el pelo mojado y repeinado en dos partes desiguales. Las pecas dicen todo lo demás.

Como decía, se acercó a mí mostrándome algo que llevaba en la mano. ¿Quieres leerlo?, lo he escrito yo. Lo cogí y, mientras lo desdoblaba  -el papel que leía su compañero en clase, me dije- todas las miradas se dirigieron hacia mí. Comencé a leer. Léelo en alto, dijo alguien, lee un poco. Dejé el papel boca abajo encima de la mesa y seguí con mis correcciones. No había mirado ni un par de ejercicios cuando volví a coger el papel. ¿De verdad lo has escrito tú? Sí, claro. ¿Desde cuándo escribes? Desde hace mucho. Volví  a soltar el papel y a enfrascarme en el siguiente ejercicio. Al momento volví a la carga. Tengo que reconocer, dije, que si has sido capaz de escribir este texto, igual podrías hacer poesía sobre el amarillo de los limones o sobre las conchas de los caracoles. Me gusta la poesía, dijo. Miré de nuevo aquel papel: ¿quién es Dulcinea? No sé, son cosas que me suenan. ¿Y Martín Artajo? Yo qué sé, me sale así, de dentro. Carcajada. Por eso aprecio lo que has escrito, porque te sale de dentro. Carcajada. Ve a Conserjería a que te hagan una copia, que lo quiero leer luego más tranquilamente. Y como veo que tienes talento te encargo que escribas otra poesía y me la enseñes.

Al día siguiente al pasar por su lado le pregunté ¿cómo va esa inspiración, has escrito ya alguna otra poesía? No, todavía no, lleva tiempo. Pues ya puedes espabilar porque el talento hay que cultivarlo, si no, se pierde. ¿Y te llevaste la poesía a tu casa?, me preguntó.  Sí, claro, no huele. Risas.

Yo en principio me lo creo todo, pero Sangoogle sabe mucho, y Alejandro va a ser poeta porque lo digo yo.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Old Hag Syndrome

The Nightmare. Henry Fuseli (1781)
Estábamos en un sitio alejado de la urbe, rodeado de montículos pelados, feos a la vista. La situación recordaba a aquella historia de Agatha Christie en que un grupo de personas se encuentran en un lugar aislado, desconectado del resto del mundo. La tarde en que llegamos el silencioso lugar se fue impregnando de un bullicio alegre y chisporroteante a medida que los nuevos visitantes, en su mayoría adolescentes en ciernes, se iban incorporando a aquel espacio y ocupaban las diferentes estancias. Durante días el paisaje sería el mismo y, sin tardar mucho,  se irían definiendo las relaciones entre las partes puesto que el recorrido era corto en los alrededores. En la planta baja, unas mesas frente a un ventanal servirían como lugar de trabajo o punto de encuentro según la hora del día. El paso por allí era inevitable, ya se bajara por el ala izquierda o derecha de las escaleras.

Durante los primeros días, Ernesto pasaba ante nosotros sin atreverse a unirse al grupo, como si necesitara una señal que le autorizara a hacerlo. Era un tipo serio, responsable y preocupado por que no hubiera contratiempos desagradables. Aquel día volvía de hacer deporte, llevaba una botella de agua en la mano y parecía dispuesto a darse un respiro. Con la excusa de comentarnos cualquier cosa tomó asiento y se unió a nuestra conversación. Después de dos meses y medio encerrado entre aquellas paredes con la única compañía de las personas que trabajaban a su cargo -ya compañeros y amigos- era comprensible que le apeteciera intercambiar impresiones con unos recién llegados a los que no conocía de nada. Ya contaba los días para que terminara aquel enclaustramiento que le absorbía su tiempo casi por completo. Los sábados, cuando podía, se marchaba lejos para recuperar la energía perdida durante la semana y no volvía hasta la tarde del domingo en que reanudaba su trabajo. Y en determinado momento nos habló del miedo que le había tenido atenazado durante mucho tiempo.

La primera vez que le sucedió estaba en casa de unos amigos. Se quedó dormido en el sofá y, al despertar, le fue imposible mover un solo músculo. Aquel estado de inmovilidad, del que fue plenamente consciente, duró unos minutos, intervalo en que no le fue posible articular palabra y el miedo a no poder moverse nunca más le dejó aterrorizado. Cuando su cuerpo recuperó el movimiento no se atrevió a contárselo a nadie, pensó que le tomarían por loco y su angustia creció ante la incertidumbre de tener alguna enfermedad incurable cuyos síntomas podrían volver a manifestarse en cualquier momento. Los episodios siguieron sucediéndose de forma esporádica, principalmente en épocas de mucho estrés.
La Pesadilla. Eugène Thivier (1894)
Old Hag Syndrome -Síndrome de la Vieja Bruja-  no es otra cosa que lo que se conoce como Parálisis del Sueño y se produce durante la fase de sueño REM.  Más concretamente, el EEG de estos episodios muestra una actividad cerebral donde se da mezcla de los estados de sueño y vigilia, y suelen ir acompañados de alucinaciones visuales, auditivas y táctiles, fundamentalmente, aunque pueden estar involucrados otros órganos sensoriales. Pueden suceder en la transición de la vigilia al sueño -alucinaciones hipnagógicas- o en el proceso del sueño a la vigilia –alucinaciones hipnopómpicas.

La primera experiencia de Parálisis del Sueño fue descrita por el médico holandés Isbrand van Diemerbroeck, quien en 1664 publicó un libro de casos que incluía una historia titulada Of the Night-Mare, que constituye la primera descripción detallada de parálisis del sueño acompañada de  alucinaciones hipnagógicas.

Henry Fuseli, en el cuadro The Nightmare (1781) representa a la perfección las sensaciones que padecen estos despiertos soñadores. Se percibe una presencia que observa de forma amenazadora con intención de atacar. El pánico se desata cuando el sujeto siente una presión en el pecho, como si alguien le sujetara o quisiera estrangularle, que le deja inmovilizado y sin capacidad para poder gritar o articular palabra.

Guy de Maupassant también fue presa de estos maléficos sueños y, como Ernesto, en principio calló por miedo,  pero fue el propio miedo lo que le llevó a investigar y a poner su miedo en palabras, lo cual hizo magistralmente en su historia Le Horla (1887):

I sleep -for a while- two or three hours -then a dream -no- a nightmare seizes me in its grip, I know full well that I am lying down and that I am asleep . . . I sense it and I know it . . . and I am also aware that somebody is coming up to me, looking at me, running his fingers over me, climbing on to my bed, kneeling on my chest, taking me by the throat and squeezing . . . squeezing . . . with all its might, trying to strangle me.
 
I struggle, but I am tied down by that dreadful feeling of helplessness that paralyzes us in our dreams. I want to cry out -but I can't. I want to move -I can't do it. I try, making terrible, strenuous efforts, gasping for breath, to turn on my side, to throw off this creature who is crushing me and choking me -but I can't! 

Then, suddenly, I wake up, panic-stricken, covered in sweat. I light a candle. I am alone.

                                                                 Guy de Maupassant. Le Horla.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Volver

Lo dijo y se marchó. Para ella no había elección. Se fue con el dolor de dejar su casa, sus amigos, su trabajo, su entorno, pero así lo prefirió. Mucho mejor así que la incertidumbre de qué pasará o la intranquilidad de que fuera necesaria su presencia mientras se encontraba a kilómetros de distancia. Además, la situación había ido cambiando con el paso del tiempo. No le había importado conducir una buena tanda de kilómetros cada fin de semana pero aquello ya no era suficiente, sabía que su presencia era cada vez más necesaria. Tomada la decisión, realizó las gestiones oportunas en el trabajo  y preparó la maleta. La llenó solo con ropa de temporada porque volvería de vez en cuando para dar una vuelta a la casa y regar los tiestos. Además, ese ir y venir le vendría bien para cambiar de aires cada cierto tiempo.  Se fue tranquila pero desde el momento de su marcha visualizaba con claridad un momento del futuro que le dejaba el alma cautiva de desasosiego porque no había lugar para la duda. Lo dijo en más de una ocasión: me voy pero temo volver por lo que significa, es durísimo. Y llegó el momento de volver. 

domingo, 7 de septiembre de 2014

Fue en Bamberg


Era media tarde y caminaba al resguardo de mi paraguas. El tiempo había estado muy inestable durante todo el día. A ratos paraba pero, de repente, el cielo descargaba una lluvia torrencial que salpicaba las calles de gabardinas e impermeables. Se había quedado un ambiente fresco que resultaba agradable pese a una leve llovizna que aún persistía y mi atención vagaba despistada de un lado para otro sin encontrar un lugar fijo donde quedarse. Así fue hasta que los vi. Eran cuatro y se encontraban a una distancia prudencial de mí, la suficiente para que sus gestos y ademanes  me hicieran sentir curiosidad.  Uno de ellos elevó el tono de voz al tiempo que avanzaba  y retrocedía ligeramente mientras le explicaba algo a otro acerca de un objeto que se pasaban de mano en mano.

Me encontraba calculando la edad que tendrían aquellos sujetos, que imaginaba podrían rondar los treinta y tantos, cuando tres de ellos se alejaron dejando al cuarto solo en el umbral de un portal desde donde les hacía  enérgicas señas con la mano izquierda mientras con la contraria sujetaba el objeto del que habían estado hablando. La distancia que nos separaba no me permitía oír claramente lo que hablaban entre ellos pero sí palabras aisladas que iban dirigidas al chico que se había quedado solo. Fue entonces cuando en mi mente se fue forjando una idea. Cabía la posibilidad de cambiar aquella situación que se iba presentando ante mí con nitidez meridiana con cada paso que avanzaba. Tras cada uno de mis pasos sentimientos encontrados animaban e inhibían mi intervención. Mi cabeza bullía lanzando síes y noes a diestro y siniestro. Eses y enes, más eses y más enes chocaban con ies y oes en una interminable lucha por ganar la batalla. Les cogería por sorpresa, desbarataría sus planes. Lo haría. Ya estaba prácticamente allí. Ahora estaban los tres muy juntos. Era el momento. Me acerqué por detrás, agarré fuerte el paraguas y lo coloqué entre los tres en el preciso momento en que sonó el click.

domingo, 3 de agosto de 2014

Tiene higos la cosa.


Hace unos años nació una higuerita justo enfrente de la terraza de la casa del pueblo. Era un gusto verla crecer y, situada ahí, delante de la terraza, resultaba tentador pensar que podríamos alcanzar los higos simplemente con alargar la mano.

La casa es una planta baja y el comedor hace esquina con la fachada de otras viviendas. Añito a añito la higuera fue aumentando de tamaño al tiempo que el comedor de la casa de mi madre se iba convirtiendo en un lugar oscuro, imposible de habitar sin luz artificial.  La higuera creció  hasta que alcanzó la tercera planta del edificio y sus ramas se extendieron hasta oscurecer también dos de las habitaciones que dan a la terraza. La casa, en su momento iluminada y clara, ya solo recibía las sombras que proyectaban las hojas de una descomunal higuera

A medida que pasaba el tiempo, la vecina del segundo del flanco lateral -una mujer de armas tomar y anchas caderas- descubrió que las ramas que llegaban hasta su terraza, convenientemente podadas, convertían su terraza en un oasis de frescos claroscuros protegida de miradas ajenas y con vistas a todas partes. Tal era su dicha que, cuando oyó aquello de podar, su reacción fue más allá de hacer mohínes.

Según ella, en verano se está mejor a oscuras, y los que nos quejábamos éramos unos egoístas que no pensábamos en los demás. Yo, por mi parte, alegaba que la higuera oscurecía la casa entera y no tenía nada que ver mantener una casa a oscuras con vivir en una oscuridad obligada a todas las horas del día. No había elección. A las casas, como a las personas, hay que entenderlas. Me gusta la claridad de esa casa cuando no le da el sol por la mañana,  y protegerla de sus intensos rayos por la tarde. Cuando llega la primavera me gusta que el sol se abra paso entre las cortinas y que la luz inunde de alegría la estancia. 

Este año, nada más llegar, salí a la terraza a regar los tiestos. Era ya tarde y el sol se había ocultado. Cuando ya estaba terminando y me dirigía adentro, un ruido me hizo levantar la mirada hacia la terraza de la vecina del segundo. Allí estaba,  ella en su terraza y yo en la mía, las dos regadera en mano. La saludé y me respondió de forma breve y seca. No acabé de entender su respuesta hasta el día siguiente, que amaneció radiante de luz dentro de aquella casa. 

viernes, 4 de julio de 2014

Mirando ciruelas

Llegaron anteayer. Los esperaba. Llevo días observando  las ciruelas y sabiendo que estaban al caer. Sus ciruelas ya estàn màs que maduras. Hay unos ramilletes espectaculares, pero cerca, muy a mi alcance, cuelgan unas seis o siete formando una hilera. Cada vez que las miro me dan ganas de subirme a una silla y zas, zas, zas, zas, zas, zas y zas, las siete a mi cocina.

Ya sea porque la tentación no era demasiado fuerte o porque en el fondo creí que se demorarían un poco más, su llegada frustró mis planes. Ayer por la mañana, mientras desayunaba, le oí entre las ramas. Vestido con su mono azul, casi imperceptible entre tanta hoja verde, se hallaba en lo alto de esa gigantesca escalera que sólo usa cuando poda el árbol o recoge la cosecha. Ciruela a ciruela, cambiando de lugar sigilosamente, como si las ciruelas pudieran oírle, fue dejando el árbol vacío de sus jugosos frutos.

A media mañana podría decirse que la recolección había terminado. Podría decirse, porque seis o siete ciruelas formando una hilera aún pendían de aquel recién despojado árbol.