viernes, 23 de septiembre de 2011

Akram



Llevaba días queriendo escribir sin saber sobre qué. Hoy, al levantarme, le he recordado y me he preguntado qué habría sido de él.

Mariola y yo estábamos en nuestro curso de verano. Aquella tarde habíamos cambiado la cena en el campus por unos mejillones con salsa en un pub y un paseo por esa preciosa ciudad, cuyo encanto se magnifica bajo la lluvia.

Bajo una llovizna agradable paseamos por calles, callejas y callejuelas. A lo largo del camino nos cruzamos con algún que otro lugareño que, al vernos solas por aquellos lares, debió de pensar que andábamos perdidas. Bajábamos las escaleras de un estrecho callejón -pared en un lado, árboles junto a una iglesia en el otro- paraguas en mano tras hacernos unas fotos tipo singing in the rain sacando el farolillo de la pared para mayor encanto, cuando nos encontramos de frente con una pareja. Él sujetaba una caña de pescar muy larga, ella caminaba pegada a su lado, sin caña. Fue él quien dijo:

- Are you OK? Las palabras mágicas que mi amiga Mariola necesitaba oír –tras ver al hombre caña en mano- para tomar las riendas de la conversación.

- Yes, Thank you. Just walking. Did you get any fish?

Para entonces al pescador se le había enredado la caña entre las ramas de un árbol. Sin embargo, sin perder la compostura y haciendo gala de una amabilidad one hundred per cent British, respondió:

- Well, one or two, dijo mientras libraba una verdadera batalla por sacar la caña de aquella maraña de ramas y hojas.

Mariola, con el entusiasmo que la caracteriza, apuntilló:

- And a tree!

Él no debió entender bien porque corrigió:

- No, not three, just two.

No worries, pensé, ahora te lo aclara Mariola. Siguieron con su conversación mientras yo centraba mi interés en cómo se las iba a ingeniar aquél hombre para desenredar la caña de la rama. No hubo mucho margen a mi inquietud. De repente, pegó un fuerte tirón y asunto acabado: en la caña quedaron los restos de media rama y se puede decir que ahí, prácticamente, se terminó la lustrosa conversación.

De vuelta en el autobús, conocimos a Akram. Estaba sentado delante de nosotras y cuando nos levantamos para salir también lo hizo él. Nos creyó italianas.

Debía de tener treinta y tantos años, era un estudiante nuevo y no sabía dónde dirigirse, nos pedía ayuda. Sabíamos que a esas horas no había nada abierto, ni siquiera un lugar donde encontrar otros estudiantes que pudieran ayudarle.

Nos dirigimos a la oficina donde fuimos recibidos el día que llegamos, con la esperanza de que hubiera alguien de guardia. Las puertas se abrieron a nuestro paso, las luces se encendieron, caminamos por varios pasillos, llamamos reiteradamente. Nada, no había nadie. Cruzamos la calle y entramos en el edificio de enfrente, por probar suerte. Más de lo mismo, ni un alma. Percibí una sensación rara, como de ficción, una ficción completamente real. Nos lo dijeron el primer día: todo estaba controlado con videocámaras - el campus y casi toda la ciudad- era una ciudad muy segura.

Mientras deambulábamos de un lugar a otro nos contó que era de Yemen y tenía una beca para estudiar un Máster sobre relaciones internacionales y estudios de género. Había trabajado como profesor de Inglés y como guía. Me dio la impresión de que su origen era humilde y quise saber por qué había sido becado. Fue el número dos de su promoción en la universidad. Mientras tanto, seguíamos sin encontrar a nadie. Empezó a sentirse violento por nosotras: porque era tarde, porque había irrumpido en nuestro camino. Le dijimos que estuviera tranquilo, que nosotras ya estábamos en casa y que le acompañaríamos hasta que estuviera bajo techo. No es que le viéramos desvalido, para nada, pero las dos le entendíamos perfectamente. Llevaba dos días viajando y se le veía cansado.

En vista de que no había forma de encontrar a nadie - se dice pronto- le pedimos que buscara algún teléfono de contacto. En la planta baja de nuestro edificio había una cabina pública. Hacia allí nos dirigíamos por una estrecha senda cuando alguien apareció a lo lejos. Por la proximidad de nuestro alojamiento creí que sería algún compañero de curso. Me equivoqué, era un chico de raza negra; pasó a mi lado mientras seguíamos hablando. Quise seguir la conversación pero mi atención estaba en el chico, que se alejaba de nosotros por momentos. Me di la vuelta y elevando la voz pregunté:

- Hi! Are you a student at the university?

Lo era. Él sí sabía qué hacer. Tras explicarle la situación nos acompañó hasta la oficina de guardia. Durante el camino hablaron entre ellos. Fueron al grano. Le preguntó que si había cenado y le dijo que cualquier cosa que necesitara podrían proporcionársela en una mezquita que había un poco más abajo. Mariola y yo empezamos a vislumbrar el fin de aquello, ya teníamos la certeza de que dormiría en su propia habitación y no tirado en el suelo de nuestra cocina comunitaria, que en ese momento estaría plagada de brujas - lo digo sin bromas- con la excusa de tomar un té.

Nos dirigimos a la oficina de guardia, casi a las afueras del campus, donde se registró y le dieron habitación. Mariola se encargó de que intercambiaran sus correos. Ya fuera, en la puerta y antes de tomar el camino de su habitación nos preguntó nuestros nombres y nos estrechó la mano. Nos dio las gracias. Cogió de nuevo nuestras manos, las apretó, volvió a darnos las gracias y terminó diciendo algo muy raro: algo bueno os sucederá pronto. También nos dijo el significado de su nombre, Akram significa generoso.