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sábado, 26 de septiembre de 2015

Pintan bastos


Juana la Loca velando el cadáver de Felipe el Hermoso.  (Francisco Pradilla. 1877)
Si lo sé no me formo. Si lo hubiera sabido no habría escrito aquello. Luego devino una sucesión de acontecimientos que culminó cuando le di a la tecla de enviar de gmail y posteriormente me comí unas acelgas y una buena raja de sandía, por aquello de mens sana in corpore sano.  Asunto concluido.

El pasado julio, después de haber estado unos días fuera, me desperté sobresaltada, o me despertó la que sueña, para recordarme que tenía pendiente el trabajo de un curso que había hecho a principios de mes. Quedó el asunto  en mi conciencia en stand by  hasta que la que sueña se levantó dos días después con la estructura del trabajo, las actividades, etcétera, poniéndome las neuronas patas arriba y dijo: hoy. Y me puse a darle a la tecla mientras pensaba que más me valdría estar chapoteando en una piscina, ya que no tengo el mar cerca, en lugar de pasar mi tiempo entre  objetivos, contenidos, metodología…. y tururú tururú. Y en realidad, fue ese pensamiento el que me hizo escribir aquel comentario. Y enviarlo.

Al día siguiente, nada más despertarme, acerqué el iPad y abrí el correo. Allí estaba. En principio todo bien, bien, bien, y al final me dio la risa y solté el iPad. ¡Qué cuadro! Oh, my God!

¡Qué poca empatía, qué luces y sombras desprendía la parte final de aquella respuesta que me devolvía!  Hija, ¿es que no podías haber enviado  el trabajo y dirigido unas cuantas palabras amables, en plan peloteo, que estimularan el ego de aquel individuo, que  siempre vienen bien y quedan tan aparentes, y dejarte de sugerencias? ¿Lo que en resumidas cuentas hace la mayoría? ¿Es que no estaba clarísimo que allí lo que había que destacar era la calidad del curso, excelente e inmejorable, y dejarse de memeces de quejas que enturbiara nada?  Pues no,  que si es injusto, que si su actitud es displicente y cortante, que si  ante cualquier inconveniente zanja el asunto y os trata como niños... bla, bla, bla. ¿No estaba claro que se mosquearía? ¿pero qué se puede esperar de un tipo que a las 9:30 de la mañana te suelta un libraco de tres kilos y medio sabiendo que vas a tener que cargar con él durante 4 horas de caminata ininterrumpida en lugar de dártelo al acabar la jornada?  ¡Ojo!, envuelto en celofán, que no íbamos a usarlo, que era un detallito.

Hace poco le decía a alguien que si no nos pasaran cosas, la vida sería tan plana que no tendría sentido, que pasar por según qué circunstancias resulta duro, pero al final merece la pena, si ya no por nosotros, por los que vengan detrás. Y si hay que pagar un precio, se acepta y se paga, como dijo Luis Antonio cuando subió al blog la foto de aquella chica tan guapa que había encontrado en Internet.

Y después de hacer esa reflexión la casualidad quiso que me encontrara con esta cita de Aldous Huxley de Brave New World:

La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza

Y añado: ¡y qué felicidad da el reposo después de la batalla! Creo que los hechos sucedieron en ese orden, que primero lo comenté con alguien y después leí la cita  de Huxley, pero ni siquiera estoy segura de ello. Igual fue la cita la que me llevó a identificarme con el pensamiento. Sea como fuere lo importante es que me conforta y cuando en ocasiones me pregunto ¿qué pinto yo aquí?, como no tengo respuesta clara, me digo: pues algo pintarás.

miércoles, 13 de junio de 2012

Cortarse un pelo


Hay personas que tienen un don, que en su quehacer van más allá del simple hecho de hacer, que hacen de lo más simple un arte. Es el don del que sabe lo que tiene entre manos, que analiza, evalúa y, con estilo natural, resuelve fácilmente.

Y eso ni es fácil ni se encuentra fácilmente. Es la generosidad del don. Si hay algo mágico para las mujeres es la capacidad que tiene buen corte de pelo para dar un nuevo aire a nuestra apariencia. Sin embargo, nuestras expectativas con frecuencia se ven frustradas, porque la técnica se puede aprender, pero superar las barreras de la técnica requiere el don de la curiosidad, de querer saber más, de experimentar e innovar, de arriesgarse y hasta saber imponer el propio criterio. En definitiva, de alcanzar el punto de encuentro entre entendimiento y gracia.

Por eso aquel día, aunque colgaba el cartel de cerrado, llamé al móvil que había en la parte inferior del cristal. “Peluqueriarte. Estilistas”, decía el letrero del establecimiento. Nadie contestó. Lo había visto mientras caminaba por el paseo marítimo, al otro lado de la calle. Sólo me quedaba esa tarde. Pensé que no habría nada que hacer pero al cabo de un rato me devolvieron la llamada. Los lunes no madrugaba porque el domingo siempre trasnochaba. Eso dijo.  Quedé en ir a las 5.

Era un hombre corpulento, desenvuelto, activo. Cuando llegué peinaba a una niña, una melena  larga y lisa, desprovista de artificios, la belleza de la sencillez sobre unos hombros inquietos. Después me llegó el turno. Pasé a lavarme. Espera. Se acercó con un taburete y me dijo que colocara allí los pies. En mi vida me he visto en otra. Y sí, era enérgico. Nada de masajes relajantes de estos que te venden por ahí pero que sales dolorida de tener la espalda en tensión. Él lavaba a su aire, y de alguno de sus enjuagues me llegó el agua hasta los pies que, aunque en alto, yo no veía, pero sentía.

Y antes de cortarme le expliqué. Le expliqué sobre mi remolino y en seguida me entendió: necesitas que la capa pese un poco. Me separó el pelo en partes, me imagino que para averiguar cuál sería su caída cuando cortara. Me dio su opinión y estuve de acuerdo. Cuatro tijeretazos -interrumpidos por el pescadero que le llamó desde la calle para entregarle dos lubinas- y el corte estuvo terminado.

Tardó bastante en peinarme porque quiso cotillear sobre mi vida y yo sobre la suya. Había vivido durante muchos años en Barcelona pero por diversas razones decidió irse cerca de su madre, un pueblo del interior del que acabó hastiado por los cotilleos y el control que sobre su vida ejercían los vecinos. Decidió entonces tirar hacia el mar. Tengo la gran ventaja de poder llevarme mi profesión a cualquier parte. Había trabajado para la televisión, para el cine… No creas que empecé aquí, en primera línea de playa, esto, para mí, es lo más de lo más y aquí me voy a quedar. Estuve mucho tiempo en el interior de la población, en un sitio bastante escondido, hasta que me hice con clientela y me permitió acercarme al mar. Ahora he encontrado mi sitio, me gusta este lugar, me gusta mi profesión, me gusta hablar con la gente y eso es lo que hago durante todo el día.

Cuando me iba me regaló un boli, y me dio una tarjeta: la próxima vez que vengas te ponemos los pelos de colores.

Llevaba aplazando el corte de pelo semanas, todavía me duraba la forma, la gracia, pero ya era incómodo, así que el lunes decidí ir a cortármelo. Y avisé de mi remolino y de que lo quería cómodo, que mi pelo es de lavado día sí día no. Y la peluquera dijo sí, y bostezaba, y hoy le he metido yo un poco la tijera mientras me acordaba de aquella peluquería frente al mar…

viernes, 23 de septiembre de 2011

Akram



Llevaba días queriendo escribir sin saber sobre qué. Hoy, al levantarme, le he recordado y me he preguntado qué habría sido de él.

Mariola y yo estábamos en nuestro curso de verano. Aquella tarde habíamos cambiado la cena en el campus por unos mejillones con salsa en un pub y un paseo por esa preciosa ciudad, cuyo encanto se magnifica bajo la lluvia.

Bajo una llovizna agradable paseamos por calles, callejas y callejuelas. A lo largo del camino nos cruzamos con algún que otro lugareño que, al vernos solas por aquellos lares, debió de pensar que andábamos perdidas. Bajábamos las escaleras de un estrecho callejón -pared en un lado, árboles junto a una iglesia en el otro- paraguas en mano tras hacernos unas fotos tipo singing in the rain sacando el farolillo de la pared para mayor encanto, cuando nos encontramos de frente con una pareja. Él sujetaba una caña de pescar muy larga, ella caminaba pegada a su lado, sin caña. Fue él quien dijo:

- Are you OK? Las palabras mágicas que mi amiga Mariola necesitaba oír –tras ver al hombre caña en mano- para tomar las riendas de la conversación.

- Yes, Thank you. Just walking. Did you get any fish?

Para entonces al pescador se le había enredado la caña entre las ramas de un árbol. Sin embargo, sin perder la compostura y haciendo gala de una amabilidad one hundred per cent British, respondió:

- Well, one or two, dijo mientras libraba una verdadera batalla por sacar la caña de aquella maraña de ramas y hojas.

Mariola, con el entusiasmo que la caracteriza, apuntilló:

- And a tree!

Él no debió entender bien porque corrigió:

- No, not three, just two.

No worries, pensé, ahora te lo aclara Mariola. Siguieron con su conversación mientras yo centraba mi interés en cómo se las iba a ingeniar aquél hombre para desenredar la caña de la rama. No hubo mucho margen a mi inquietud. De repente, pegó un fuerte tirón y asunto acabado: en la caña quedaron los restos de media rama y se puede decir que ahí, prácticamente, se terminó la lustrosa conversación.

De vuelta en el autobús, conocimos a Akram. Estaba sentado delante de nosotras y cuando nos levantamos para salir también lo hizo él. Nos creyó italianas.

Debía de tener treinta y tantos años, era un estudiante nuevo y no sabía dónde dirigirse, nos pedía ayuda. Sabíamos que a esas horas no había nada abierto, ni siquiera un lugar donde encontrar otros estudiantes que pudieran ayudarle.

Nos dirigimos a la oficina donde fuimos recibidos el día que llegamos, con la esperanza de que hubiera alguien de guardia. Las puertas se abrieron a nuestro paso, las luces se encendieron, caminamos por varios pasillos, llamamos reiteradamente. Nada, no había nadie. Cruzamos la calle y entramos en el edificio de enfrente, por probar suerte. Más de lo mismo, ni un alma. Percibí una sensación rara, como de ficción, una ficción completamente real. Nos lo dijeron el primer día: todo estaba controlado con videocámaras - el campus y casi toda la ciudad- era una ciudad muy segura.

Mientras deambulábamos de un lugar a otro nos contó que era de Yemen y tenía una beca para estudiar un Máster sobre relaciones internacionales y estudios de género. Había trabajado como profesor de Inglés y como guía. Me dio la impresión de que su origen era humilde y quise saber por qué había sido becado. Fue el número dos de su promoción en la universidad. Mientras tanto, seguíamos sin encontrar a nadie. Empezó a sentirse violento por nosotras: porque era tarde, porque había irrumpido en nuestro camino. Le dijimos que estuviera tranquilo, que nosotras ya estábamos en casa y que le acompañaríamos hasta que estuviera bajo techo. No es que le viéramos desvalido, para nada, pero las dos le entendíamos perfectamente. Llevaba dos días viajando y se le veía cansado.

En vista de que no había forma de encontrar a nadie - se dice pronto- le pedimos que buscara algún teléfono de contacto. En la planta baja de nuestro edificio había una cabina pública. Hacia allí nos dirigíamos por una estrecha senda cuando alguien apareció a lo lejos. Por la proximidad de nuestro alojamiento creí que sería algún compañero de curso. Me equivoqué, era un chico de raza negra; pasó a mi lado mientras seguíamos hablando. Quise seguir la conversación pero mi atención estaba en el chico, que se alejaba de nosotros por momentos. Me di la vuelta y elevando la voz pregunté:

- Hi! Are you a student at the university?

Lo era. Él sí sabía qué hacer. Tras explicarle la situación nos acompañó hasta la oficina de guardia. Durante el camino hablaron entre ellos. Fueron al grano. Le preguntó que si había cenado y le dijo que cualquier cosa que necesitara podrían proporcionársela en una mezquita que había un poco más abajo. Mariola y yo empezamos a vislumbrar el fin de aquello, ya teníamos la certeza de que dormiría en su propia habitación y no tirado en el suelo de nuestra cocina comunitaria, que en ese momento estaría plagada de brujas - lo digo sin bromas- con la excusa de tomar un té.

Nos dirigimos a la oficina de guardia, casi a las afueras del campus, donde se registró y le dieron habitación. Mariola se encargó de que intercambiaran sus correos. Ya fuera, en la puerta y antes de tomar el camino de su habitación nos preguntó nuestros nombres y nos estrechó la mano. Nos dio las gracias. Cogió de nuevo nuestras manos, las apretó, volvió a darnos las gracias y terminó diciendo algo muy raro: algo bueno os sucederá pronto. También nos dijo el significado de su nombre, Akram significa generoso.