viernes, 28 de febrero de 2014

¿Un caso de histeria colectiva?

Todo comenzó cuando unos cuantos alumnos de segundo curso de ESO entraron en la clase al borde del síncope. Como  siempre me demoro al finalizar las clases, ellos saben que si se dan prisa, aún me encuentran en el aula y pueden dejar las mochilas para disfrutar plenamente y sin estorbos del rato del recreo.
En esta ocasión, el grupo que entró estaba muy alterado y, nada más llegar, en lugar de dirigirse a sus respectivos asientos para dejar sus cosas, se arremolinó a mi alrededor impaciente por contarme algo. Según Carla, quien empezó a hablar en un tono bastante elevado al tiempo que gesticulaba con ambas manos, había ocurrido algo de gran trascendencia que yo debería saber porque había razones de peso para pensar que iba a tener consecuencias directas, si no desastrosas, en el desarrollo de la siguiente clase, que era la mía, y como yo solía enfadarme cuando hablaban mucho, ya me avisaban de que estuviera preparada porque el asunto no era para menos. 
Mientras intentaba ubicarme en aquel drama sobre el que todos tenían alguna opinión, llamó mi atención el llanto de Cati, una alumna recién incorporada al centro que permanecía de pie a unos pasos del grupo de alumnos que me hablaba. Incontenibles lágrimas corrían por sus mejillas. Alarmada, pregunté que qué le pasaba  e hice ademán de acercarme a ella, pero los demás, hablando al unísono, se apresuraron a comentar que no era la única, que había más alumnos que habían llorado y estaban muy nerviosos, y querían saber cuál era mi opinión de todo aquello y si yo creía que era justo, porque desde luego ellos no veían la justicia por ninguna parte.
Había sucedido en la clase anterior y temían que nadie aprobaría la materia de Lengua si no se hacía algo al respecto. La profesora se había enfadado tanto que había dicho que si aquello no se aclaraba, el examen que tenían al cabo de dos días sería dificilísimo y, por si fuera poco, no pensaba darles clase en lo que quedaba de curso. Y esto último lo subrayaron como un caso insólito y sin precedentes en su trayectoria académica. Tal era la desazón que tenían.
 Cuando ya se marcharon al recreo y cerré el aula, por casualidad me crucé con la tutora. Había estado con ellos toda una hora sin terminar de aclarar el entuerto. También me crucé con la profesora, quien me expresó su malestar por lo sucedido.
A pesar de los pesares, tengo que decir que su inquietud se mezclaba con un elevado grado de excitación que les mantenía expectantes. Se trataba de una situación extraordinaria en un contexto donde habitualmente no pasa nada más que lo esperable. Me los imaginaba llegando a casa desbordados por la impaciencia de contar lo acontecido aquél día, algo que recordarían no ya por el hecho en sí, sino por las sensaciones experimentadas.
Quizá fuera por esa posible alarma innecesaria que podría alcanzar a las familias, que durante la clase se presentó el jefe de estudios, ahíto por haber subido tres pisos prácticamente de tres zancadas, para tranquilizar a los alumnos: la profesora de lengua había dicho que el examen no iba a ser difícilísimo, sería "normal", podían estar tranquilos, y además, seguiría dándoles clases de lengua.
  Y cuando acabó mi jornada me fui a casa sin saber a quién de todos ellos le había vibrado el móvil durante la clase de lengua.

sábado, 15 de febrero de 2014

Una nueva experiencia

Nunca sabes lo que te puede pasar en esta profesión y aunque me pasó a mí, no me enteré hasta un buen rato después. Tenía examen con mis alumnos de bachillerato y nada auguraba la situación desconcertante en que me iba a encontrar un poco más tarde. Tras entregar el examen a unos cuantos alumnos llegué hasta una alumna que miraba atentamente el despliegue de apuntes que tenía sobre su mesa. Antes de darle la hoja de examen le pedí que retirara todo aquello pero ella hizo caso omiso a mi advertencia y ni siquiera levantó la vista. Tras Insistir en que guardara todo, siguió en la misma posición, ni se inmutó. Mi tercera intervención fue para decirle que le iba poner un parte. Entonces reaccionó. Omito parte de su actuación. Sólo diré que salió dando un portazo.

Pasados unos treinta minutos retiré el examen de su mesa pensando que, aunque subiera, ya no le daría tiempo a hacerlo. Y todavía no entendía su tardanza. Un minuto después de sonar el timbre, cuando todavía quedaban alumnos haciendo el examen, abrió la puerta con ímpetu, recogió sus cosas y salió sin decir palabra, esta vez dejando la puerta abierta de par en par. “Esto es educación”, dije en voz alta.

Cuando tuve oportunidad pasé por Jefatura para averiguar por qué la alumna no había regresado a clase. Le habían dicho que volviera e ignoraban que no lo hubiera hecho. También pude contrastar su versión de éste y otros hechos que, de paso, había relatado sobre nuestra convivencia académica. Y de repente creí entenderlo: no quería hacer el examen ese día. Aunque pasa de los veinte, su presencia se deja sentir en cada clase, y no precisamente por su implicación en lo que allí acontece sino más bien por su interés y esfuerzo en que no le “acontezca” a nadie. Me venían a la mente todos aquellos apuntes con su letra. Eso es, había estudiado, esta vez sí, no tiene un pelo de tonta, pero no tenía claro que fuera suficiente. Ella estaba segura de que yo no dejaría de examinarla y hasta la siguiente clase ganaba dos días.

Yo estaba en una guardia y me quedaba otra. ¿Había tiempo? Sí. El Jefe de Estudios fue a buscarla y la llevó a la biblioteca. Le dije donde sentarse y le entregué el examen. Esta vez fui yo quien no la miró ni una sola vez.

Y a pesar de todo, no pude evitar sentir que había jugado con ventaja.