Pensaba
el otro día en la relación que se establece con los alumnos, esa relación que
nace de la nada y se dirige a la nada pero que mientras existe sirve de algo a
ambas partes, o eso creo yo. Esa relación impuesta donde es difícil permanecer cerca manteniendo al tiempo la
lejanía justa. Todo un camino
empedrado de vivencias antes de llegar
al entendimiento, al respeto, que
frecuentemente se halla entretenido entre miradas tras los cristales y otras desatenciones de adolescencia. Esa relación que acaba convirtiéndose en algo
incomprensiblemente cálido en muchos casos tras la incógnita inicial, tras el no saber qué será, pero que al final,
sin saber exactamente qué es, es.
Pensaba
el día de la entrega de notas que el grupo que allí estaba, esperando esa hoja
amarilla llena de incógnitas dispuestas una debajo de la otra aún bajo mi
custodia, tenía mucho mérito. Ellos habían sobrevivido a la masificación, a la
indisciplina, al bajo nivel académico, a sus problemas personales... Allí
estábamos. Ellos esperaban sus notas, ¿y yo?
Yo podría decir tantas cosas sobre ellos... Lo que
yo esperaba no tiene traducción numérica al papel. Los miré durante un lapso más largo de lo
habitual intentando captar en ese instante si había llegado a conectar con
aquel grupo lo suficiente como para que ambas partes quisiéramos seguir recorriendo juntos un trecho más de camino. No me quedó claro. Ya llegará septiembre.