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domingo, 8 de noviembre de 2015

El níscalo


Da igual buscar o no buscar. Rebuscar con un palo también puede valer pero solo para entretenerse, para aparentar que vas a encontrar algo. Seamos realistas, el níscalo no se encuentra, el níscalo se presenta ante ti cuando le da la gana como diciendo: aquí estoy yo y si quieres ponerme en la sartén, te agachas.

En realidad da lo mismo porque lo verdaderamente importante es el camino, el paseo por el campo, concentrarte en esa búsqueda caprichosa al aire otoñal de los pinos, sentir el crujir de las púas resecas al pisar, la mente despierta y serena, atenta dentro y fuera a un tiempo, escuchar el zumbido de una mosca y otros bichos campestres al sobrevolarte muy de cerca. De cuando en cuando, sentir tu nombre a lo lejos y, al girarte, sonreír al ver esa figura regordeta, esas piernas enfundadas en unas oscuras mallas porque, para ella, la estética nunca tuvo sentido, no si el sacrificio era la renuncia a la comodidad y al estar a gusto. A esa llamada y al gesto de la mirada le sucedía el acto de la contemplaión del hallazgo, allí las dos, seguido de una conversación insulsa y necesaria sobre cómo cortar y limpiar el níscalo y colocarlo para evitar que se estropeara, que se sobreponía a otra más intimista y cómplice en que no hacía falta cruzar ni una sola palabra.

Como el níscalo solo se presentara muy de cuando en cuando, pese a las batidas que dábamos al terreno, la una por un lado y la otra por otro  -separadas pero siempre cerca- pasado un rato de búsqueda infructuosa cuestionábamos si estábamos en el lugar adecuado ya que abundaban las setas de todo tipo menos de la clase que buscábamos. Y entonces decidíamos coger el coche y subir un trecho más monte arriba con la ilusión y el convencimiento de que en la siguiente parada los encontraríamos a puñados.

De trecho en trecho y de níscalo en níscalo, cansadas de tentar el monte acabamos en el pueblo, contentas al advertir que los escaparates de las panaderías se veían adornados de bandejas repletas de huesos de santos y buñuelos de viento y que, por aquí y por allá, menudeaban puestecillos donde se vendían calabazas, pimientos rojos y amarillos y algún que otro níscalo que echar a la sartén.

miércoles, 3 de julio de 2013

Pensaba

Pensaba el otro día en la relación que se establece con los alumnos, esa relación que nace de la nada y se dirige a la nada pero que mientras existe sirve de algo a ambas partes, o eso creo yo. Esa relación impuesta donde es difícil  permanecer cerca manteniendo al tiempo la lejanía justa.  Todo un camino empedrado  de vivencias antes de llegar al entendimiento,  al respeto, que frecuentemente se halla entretenido entre miradas tras los cristales  y otras desatenciones de adolescencia.  Esa relación que acaba convirtiéndose en algo incomprensiblemente cálido en muchos casos tras la incógnita inicial,  tras el no saber qué será, pero que al final, sin saber exactamente qué es, es. 

Pensaba el día de la entrega de notas que el grupo que allí estaba, esperando esa hoja amarilla llena de incógnitas dispuestas una debajo de la otra aún bajo mi custodia, tenía mucho mérito. Ellos habían sobrevivido a la masificación, a la indisciplina, al bajo nivel académico, a sus problemas personales... Allí estábamos. Ellos esperaban sus notas, ¿y yo?

Yo podría decir tantas cosas sobre ellos... Lo que yo esperaba no tiene traducción numérica al papel.  Los miré durante un lapso más largo de lo habitual intentando captar en ese instante si había llegado a conectar con aquel grupo lo suficiente como para que ambas partes quisiéramos seguir recorriendo juntos un trecho más de camino. No me quedó claro. Ya llegará septiembre.