Hay personas que tienen un don, que en su
quehacer van más allá del simple hecho de hacer, que hacen de lo más simple un
arte. Es el don del que sabe lo que tiene entre manos, que analiza, evalúa y,
con estilo natural, resuelve fácilmente.
Y eso ni es fácil ni se encuentra fácilmente.
Es la generosidad del don. Si hay algo mágico para las mujeres es la capacidad
que tiene buen corte de pelo para dar un nuevo aire a nuestra apariencia. Sin
embargo, nuestras expectativas con frecuencia se ven frustradas, porque la
técnica se puede aprender, pero superar las barreras de la técnica requiere el
don de la curiosidad, de querer saber más, de experimentar e innovar, de
arriesgarse y hasta saber imponer el propio criterio. En definitiva, de
alcanzar el punto de encuentro entre entendimiento y gracia.
Por eso aquel día, aunque colgaba el cartel
de cerrado, llamé al móvil que había en la parte inferior del cristal.
“Peluqueriarte. Estilistas”, decía el letrero del establecimiento. Nadie contestó.
Lo había visto mientras caminaba por el paseo marítimo, al otro lado de la
calle. Sólo me quedaba esa tarde. Pensé que no habría nada que hacer pero al
cabo de un rato me devolvieron la llamada. Los lunes no madrugaba porque el
domingo siempre trasnochaba. Eso dijo. Quedé
en ir a las 5.
Era un hombre corpulento, desenvuelto,
activo. Cuando llegué peinaba a una niña, una melena larga y lisa, desprovista de artificios, la belleza
de la sencillez sobre unos hombros inquietos. Después me llegó el turno. Pasé a
lavarme. Espera. Se acercó con un taburete
y me dijo que colocara allí los pies. En mi vida me he visto en otra. Y sí, era
enérgico. Nada de masajes relajantes de estos que te venden por ahí pero que
sales dolorida de tener la espalda en tensión. Él lavaba a su aire, y de alguno
de sus enjuagues me llegó el agua hasta los pies que, aunque en alto, yo no
veía, pero sentía.
Y antes de cortarme le expliqué. Le expliqué
sobre mi remolino y en seguida me entendió: necesitas
que la capa pese un poco. Me separó el pelo en partes, me imagino que para
averiguar cuál sería su caída cuando cortara. Me dio su opinión y estuve de
acuerdo. Cuatro tijeretazos -interrumpidos por el pescadero que le llamó desde
la calle para entregarle dos lubinas- y el corte estuvo terminado.
Tardó bastante en peinarme porque quiso
cotillear sobre mi vida y yo sobre la suya. Había vivido durante muchos años en
Barcelona pero por diversas razones decidió irse cerca de su madre, un pueblo
del interior del que acabó hastiado por los cotilleos y el control que sobre su
vida ejercían los vecinos. Decidió entonces tirar hacia el mar. Tengo la gran ventaja de poder llevarme mi
profesión a cualquier parte. Había trabajado para la televisión, para el
cine… No creas que empecé aquí, en
primera línea de playa, esto, para mí, es lo más de lo más y aquí me voy a
quedar. Estuve mucho tiempo en el interior de la población, en un sitio
bastante escondido, hasta que me hice con clientela y me permitió acercarme al
mar. Ahora he encontrado mi sitio, me gusta este lugar, me gusta mi profesión,
me gusta hablar con la gente y eso es lo que hago durante todo el día.
Cuando me iba me regaló un boli, y me dio una
tarjeta: la próxima vez que vengas te
ponemos los pelos de colores.
Llevaba aplazando el corte de pelo semanas,
todavía me duraba la forma, la gracia, pero ya era incómodo, así que el lunes
decidí ir a cortármelo. Y avisé de mi remolino y de que lo quería cómodo, que
mi pelo es de lavado día sí día no. Y la peluquera dijo sí, y bostezaba, y hoy
le he metido yo un poco la tijera mientras me acordaba de aquella peluquería frente al mar…