
He decidido hacer un poco de playa, no vaya a ser que me la recorten.
Kisses, my dears.
Mis tulipanes, comprados en el aeropuerto de Ámsterdam entre prisas de vuelo y vuelo, son amarillos y morados. Ya está aquí la primavera.
Para especular, basta un tulipán. Se cuenta que Ogier Ghislain de Busbecq, embajador austríaco en Turquía, trajo a su vuelta en 1554 unos cuantos bulbos a los Jardines Imperiales de Viena. Posteriormente, en 1593, los introdujo en Holanda Carolus Clusius, botánico que trabajaba en esos jardines, quien, al trasladarse a Leiden, Holanda, para ocupar una plaza en la Universidad, se llevó con él bulbos de aquellos jardines que con tanto esmero había cuidado. Prosiguió cultivándolos celosamente, sin darles ninguna publicidad. Sin embargo un día despertó para encontrar que… ¿qué? Se los habían robado. Las consecuencias son claras: el tulipán empieza a conocerse y el suelo holandés, ganado al mar, resulta idóneo para el cultivo de la exótica planta.
La prosperidad comercial y el gusto por las flores son dos factores que en el siglo XVII conducen a lo que se conoce como Tulipomanía, Tulip Mania en inglés, que no es ni más ni menos que una burbuja especulativa que en lugar de elevar el precio de las casas desproporcionadamente, lo que hace es aumentar el precio del tulipán hasta darle el valor de una casa. Parece ser que el ser humano no escarmienta, sólo cambia el producto con el que unos especulan y otros sufren las consecuencias. ¿Nos suena?
Grandes amantes de las flores, los holandeses extienden el cultivo del tulipán por todo el país. La intensidad del colorido de sus pétalos y el hecho de ser una planta diferente de las existentes en Europa hace que se convierta en un artículo singular y apreciado y, en poco tiempo, un símbolo de distinción. Esto coincide con un aumento de comerciantes ricos y el comercio con tulipanes se incrementa durante la Era Dorada Holandesa.
El color uniforme y puro del tulipán dio paso al nacimiento de tonalidades multicolores y a la aparición de espectaculares vetas en los pétalos como consecuencia del Tulip Breaking Virus, una especie de pulgón que, en principio, se intentó erradicar, pero que, a la luz de la vistosidad y singularidad a que daba lugar, contribuyó a que se codiciaran esos tulipanes por su excentricidad y belleza. Además, el hecho de estar infectadas por el virus hacía que su cultivo fuera más lento y en menor cantidad, lo que produjo un aumento de su valor.
La demanda de estos curiosos bulbos se incrementó y en 1623 un solo bulbo podía valer 1000 florines, cuando el salario medio anual era 150 florines. Hacia 1630 parecía que el precio seguía incrementándose y todo el mundo invirtió en el comercio de tulipanes. Cuando en 1636 una epidemia de peste bubónica diezma la población y con ello la mano de obra, el precio de los tulipanes se dispara todavía más. Incluso se crea un mercado a partir de bulbos inexistentes, es decir, aún no recolectados, y los tulipanes entran en la bolsa de valores.
El 5 de febrero de 1637 tiene lugar la última gran venta: un lote de tulipanes por 90.000 florines. Después llegó la bancarrota y el caos como resultado de la insensatez del comportamiento de las multitudes y de los peligros de la especulación.
Charles Mackay escribe en 1841 sobre la Tulipomanía en su libro Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds. Pero la información es contradictoria. Anne Goldgar, cuenta en Tulipmania, que según los datos de archivo sí existió una burbuja especulativa con los precios de los tulipanes pero que su dimensión no alcanzó los tintes dramáticos que se han contado.